Después. De día todo era claro, tenía matices de todos los colores, habían destellos de luz y a veces no eran más que un tapiz que cubría lo gris. De noche, bien de noche cuando el sueño ya no llegaba tornándose a madrugada los pensamientos volvían, la mente no paraba de pensar, de inventar, de frasear momentos. No paraba de proyectar palabras, fotos, vídeos mentales. No paraba de planificar momentos, de prepararlos con pinzas, de ajustar siluetas y de exponer sonrisas. Luego, cuando las horas pasaban y el sueño ni ganas tenía de aparecer venían las lágrimas, los lamentos, las esperanzas de ayer derrotadas en el altar de las desgracias, el frío, el calor, la pequeñeces de las grandiosidades jamás disfrutadas, el remordimiento, la desolación inexistente pero tan táctil, y la soledad, el maldito sabor amargo y que no necesitaba cucharadas de azúcar de la soledad. La conquista más agria, y a la vez dulce. El abrazo más confortable que daba la soledad. Todo, la noche era la puerta de ingreso a todo, todo estaba en el mismo silencio. Para todo había cavidad, hasta lo impensado estaba ahí, amenazando con destrozar aún más.
Posteriormente todo se borró.
Estaba sentaba frente a una taza de café, fumándome el segundo cigarro de la cajetilla de diez. Era el cigarro más barato que encontré, dentro de los que me podían gustar, no había crédito para más.
La taza ya iba en la mitad, y el cigarro ya casi quemaba el labio inferior. La casa no estaba sola, sin embargo yo sentía el vacío en ella.
Y sí, se siente lo que es. Y es que hace tiempo ya no es lo mismo. Los que habitan ahí, incluyéndome, han cambiado. No son seres felices, algunos desdichados, otros ya cansados, otros con aires de suicidio, otros con depresiones eternas jamás tratadas y otros ahogándose en la edad, mientras el vino se añeja cada vez más.
(...) y la historia siempre queda en continuará.