Se viste en la oscuridad sin mucho que ajustar, con mucho que esconder, mucho que tapar. Bajo colores que la noche desierta no puede revelar.
Posada sobre sombras de las ramas que se reflejan en el pavimento, con la limpia luz de la luna que esquiva acontecimientos; prende un cigarrillo que parece ser consumido por la brisa violenta de esa noche de invierno en temporada de verano.
Camina unos pocos y delicados pasos hacia el Café más cercano.
Entra, pide lo de siempre, un simple café cargado y sin azúcar ni edulcorante. Café lleno de amarguras y sin un poco de dulzura.
Se sienta junto a la ventana más próxima para participar de las primeras gotas que comienzan a caer de cuya noche parecía poco precipitada.
Deriva a absorber ese poco de café sin mezclas de fantasía y lleno de amarguras lejanas de la superficialidad, mientras la lluvia comienza a caer.
El café empaña los vidrios del lugar, instaurando un poco de humedad. Empañados en soledad pasa su mano para lograr distinguir más. Era algo que su cuerpo pedía, que exigía mirar. No alcanza a ver nada más ni nada menos que un rostro, una mirada directa, fija y profunda, llena de abatimientos, del que brotan lágrimas en cualquier parte de su piel. Cuesta reconocer quien es.
Lágrimas que no pueden ser vistas por un espectador, sino solo por la protagonista que no posee guión.
El reflejo no miente, ella estaba empapada en mares de tristezas, bañada en un sin fin de amarguras propias que de su café no alcanzó a absorber, ya que solo con haber tomado tres sorbos de él, su ser colapsó de desconsuelos con mayúscula, y con encendedores que explotan en su corazón al sentir tanta presión.
Trató de secar las lágrimas pero todo fue en vano. Eran lágrimas que no se pueden secar, no se pueden tocar, no se pueden palpar. Están presentes y como condenadas a muerte, eternas.
Tenemos que cerrar - dijo el joven de turno -.
Ella distante y tan helada se tomó todo, hasta la última gota de café añejo, que después de una hora parecía quemar como al ser recién servido.
Tomó sus cosas, que era solo una cajetilla de cigarros, y se fue, avanzando entre la tormenta que la cubría y abrazaba como nunca, sin olvidar ninguna parte de su piel; pisando las pozas de profundidades inconclusas pero que al final las hacían sentir en su hogar.
Cada vez que te leo quiero humo.
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